domingo, 8 de mayo de 2016

El relojero

Había un relojero que era distinto a los demas. Se pasaba el día en su taller, pero trabajaba solo de noche. Comía a deshoras y tenía una única obsesión: sus relojes. Y así era que, cada crepúsculo, abría la puerta de su taller y comenzaba a trabajar bajo la luz de varias velas eléctricas rodeado de naturaleza, del mundo que rehuía y que se colaba por aquella puerta. Un día cualquiera, en declaraciones al vacío que le rodeaba, empezó a hablar:
La gente tiene un concepto equivocado de los relojes. Todos piensan que sirven para atrapar el tiempo, para evitar que la vida se derrame sin que podamos controlarla. Pero no es asi. Los relojes son un bálsamo, un placebo, que nos honran recordándonos que vamos a morir. A mí es lo único que me mantiene vivo, saber que voy a morir. Porque la gente, la gente se empeña en ponerle un sentido a la vida, en buscar a Godot. Y Godot nunca viene. No hay sentido, no hay razón, de la vida, de este mundo. Y estamos condenados a esperar, a entretenernos de forma sórdida mientras la muerte se aproxima. Sin poder tocarla, olerla, o rogarle que venga pronto. Los relojes no son mágicos y, al igual que si les das cuerda al reves no te devuelven al pasado, tampoco por fabricar muchos consigues que te roben el tiempo. Pero bueno, al menos son un alivio, un recuerdo de que algún día expiraré, y me reconfortan.-
Y tras decir esto, continuó con
sus maestras piezas. Los grillos le contestaron, la luna le miró desde lo alto, y un cuervo se posó sobre su taller. Todos esperaban su muerte.

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